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Lectura comentada

Léon Denis; “El Gran Enigma: Dios y el Universo” [1]
Del Capítulo III: “Solidaridad; comunión universal”

David Santamaría Planas
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Dios es el espíritu de sabiduría, de amor y de vida; el poder infinito que gobierna el mundo. El hombre[2] es finito, pero tiene la intuición de lo infinito. El principio espiritual que lleva en sí, le incita a escrutar los problemas que traspasan los límites actuales de su entendimiento. Su espíritu, prisionero[3] de la carne, se escapa a veces y se eleva hacia los dominios superiores del pensamiento, de donde le llegan estas altas aspiraciones, muchas veces seguidas de recaídas en la materia[4]. De ahí tantas investigaciones, tantos tanteos y tantos errores, de los cuales resulta que si los poderes invisibles no viniesen a hacer la luz en este caos, sería imposible distinguir la verdad de entre este amontonamiento de sistemas y de supersticiones que el trabajo de las edades ha acumulado.

Cada alma es un resplandor[5] de la gran alma Universal, una chispa emanada del eterno foco. Pero nosotros nos ignoramos a nosotros mismos, y esta ignorancia es la causa de nuestra debilidad y de todos nuestros males[6].

Nosotros estamos unidos a Dios por la relación estrecha que une la causa al efecto, y somos tan necesarios a su existencia como él lo es a la nuestra[7]. Dios, espíritu[8] Universal, se manifiesta en la naturaleza, y el hombre es, en la tierra, la más alta expresión de Dios, que es la fuente del bien. Pero este bien, sólo lo poseemos en estado de germen, y nuestro cometido es desarrollarlo. Nuestras vidas sucesivas, nuestra ascensión por la espiral infinita de las existencias, no tienen otro fin.

Todo está escrito en el fondo del alma en caracteres misteriosos: el pasado de donde provenimos y que debemos aprender a sondear; el porvenir hacia el cual evolucionamos, porvenir que nos edificaremos nosotros mismos como un monumento maravilloso, hecho de pensamientos elevados, de acciones nobles, de abnegación y sacrificios.

La obra que debemos realizar cada uno de nosotros, se reúne en tres palabras: saber, creer, querer; es decir: saber que tenemos en nosotros recursos inagotables; creer en la eficacia de nuestra acción sobre los dos mundos de la materia y del espíritu; querer el bien, dirigiendo nuestros pensamientos hacia lo que es bello y grande, conformando nuestras acciones a las leyes eternas del trabajo, de la justicia y del amor.

Hijas de Dios, todas las almas son hermanas; todos los hijos de la raza humana están[9] unidos por estrechos lazos de fraternidad y de solidaridad. Por esto los progresos de uno de nosotros son sentidos por todos, de la misma manera que el atraso de uno afecta a todo el conjunto.

De la paternidad de Dios deriva la fraternidad humana; todas las relaciones que nos unen se enlazan a este hecho. Dios, padre de las almas, debe ser considerado como el Ser consciente por excelencia, y no como una abstracción [10]. Pero aquellos que tienen la conciencia recta y están iluminados por un rayo de lo alto [11], reconocen a Dios y le sirven en la humanidad, que es su hija y su obra.

Cuando el hombre ha llegado al conocimiento de su verdadera naturaleza y de su unidad con Dios, cuando esta noción ha penetrado en su raciocinio y en su corazón, se ha elevado hasta la Verdad suprema; entonces domina desde arriba las vicisitudes terrestres; entonces encuentra la fuerza que “transporta las montañas”, resulta vencedor de las pasiones, desprecia las decepciones y la muerte [12]; produce lo que el vulgo llama prodigios. Por su voluntad, por su fe, somete, gobierna la sustancia[13]; rompe las fatalidades de la materia; se vuelve casi un Dios para los otros hombres.

Varios de ellos, en su paso por aquí abajo, han llegado a estas altezas de miras, pero solamente Cristo se penetró tanto de ellas, que se atrevió a decir a la faz de todos: “Yo y mi Padre somos uno; el está en mí, y yo estoy en él [14]”.

Estas palabras no se aplicaban solamente a él; son verdaderas para la humanidad entera. El Cristo sabía que todo hombre debe llegar a la comprensión de su naturaleza íntima, y con este sentido decía a sus discípulos: “Todos sois dioses [15]” (San Juan, X, v.34). Hubiera podido añadir: ¡dioses en el porvenir!

La ignorancia de nuestra propia naturaleza y de las fuerzas divinas que duermen en nosotros, la idea insuficiente que nos hacemos de nuestro papel y de las leyes del destino [16], es lo que nos sujeta a las influencias inferiores, a lo que llamamos el mal. En realidad esto no es más que una falta de desarrollo. El estado de ignorancia no es un mal en sí mismo; es solamente una de las formas, una de las condiciones necesarias de la ley de evolución. Nuestra inteligencia no está sazonada; nuestra razón infantil, tropieza con los accidentes del camino; de ahí el error, los abatimientos, las pruebas, el dolor. Pero todas estas cosas son un bien si se las considera como otros tantos medios de educación y de elevación [17]. El alma debe traspasarlos para llegar a la conciencia de las verdades superiores; a la posesión de la parte de gloria y de luz que hará de ella una elegida [18] del cielo, una expresión perfecta del Poder y del Amor infinitos. Cada ser posee los rudimentos [19] de una inteligencia que llegará al genio, y tiene la inmensidad del tiempo para desarrollarla. Cada vida terrena es una escuela: la escuela primaria de la eternidad.

En la lenta ascensión del ser hacia Dios, lo que buscamos ante todo, es el bienestar, la felicidad. Sin embargo, en su estado de ignorancia, el hombre no sabría alcanzar estos bienes, pues casi siempre los busca donde no están, en la región de los espejismos y de las quimeras, y esto por medio de procederes cuya falsedad no se le aparece más que después de muchas decepciones y sufrimientos. Estos sufrimientos son los que nos purifican; nuestros dolores son austeras lecciones que nos enseñan que la verdadera felicidad no está en las cosas de la materia, pasajeras y cambiantes, sino en la perfección moral. Nuestros errores y nuestras faltas repetidas, las fatales consecuencias que ellos arrastran consigo, acaban por darnos la experiencia, y ésta nos conduce a la sabiduría, es decir, al conocimiento innato, a la intuición de la verdad. Llegado a este terreno sólido, el hombre sentirá el lazo que le une a Dios y avanzará con paso más seguro, etapa tras etapa, hacia la gran luz que no se extingue nunca.

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[1] Así tituló Léon Denis esta interesante y poco conocida obra, publicada en 1911.
[2] Tanto en este párrafo, como en muchos otros de este texto, Denis utiliza la denominación genérica “hombre” como sinónimo de ser humano, de persona. De ninguna manera –lo cual es notorio gracias a la lectura de muchos de sus otros textos- podríamos suponer un sentimiento excluyente hacia la mujer.
[3] Un espíritu evolucionado como, sin duda, era Denis, podía tener ese sentimiento de que la materia es una cárcel, una atadura, para el espíritu. Sin embargo, para el común de espíritus encarnados en este planeta, la materia, la carne, lejos de ser una cárcel es una gran oportunidad de aprendizaje.
[4] Más bien que recaídas en la materia, serían expresiones normales de la actuación de espíritus inferiores, como somos la mayoría de los que habitamos este planeta.
[5] Encontramos especialmente sugerente esta forma de intentar definir lo que es el alma.
[6] Es verdad que la ignorancia es la fuente de todas nuestras dificultades. No obstante, es también la condición natural de los espíritus inferiores. En “El Libro de los Espíritus” (L.E.), apartado 115 podemos leer: “Dios creó a todos los Espíritus sencillos e ignorantes”.
[7] “somos tan necesarios a su existencia como él lo es a la nuestra” Excelente y profunda especulación filosófica de Léon Denis. Es verdad que a nuestra existencia le es imprescindible la realidad Divina; pero, tal como lo expresa el autor, también sería cierta esta relación al revés, ya que ¿qué sería Dios sin la existencia del Universo y de las humanidades? Tal vez nada.
[8] Evidentemente Dios no es un Espíritu y, en sentido estricto, tampoco podría aceptarse esta expresión de Espíritu Universal. Pensamos que la mejor definición de Dios es la que se encuentra en L.E. 1: “Dios es la inteligencia suprema, causa primera de todas las cosas” y no puede decirse mucho más. Como afirmaba Denis (“Después de la Muerte”, Cap. IX, “El Universo y Dios”): “Querer definir a Dios sería circunscribirlo y casi negarlo”
[9] Mejor dicho: “estarán”, ya que es un proceso largo el que nos llevará a entender esta realidad.
[10] A pesar de que no podamos imaginárnoslo. Y a pesar también, de que, tal vez, no lleguemos a verle directamente nunca.
[11] Más bien están iluminados por la luz de su propia comprensión.
[12] Tal vez, más que despreciar las decepciones y la muerte, lo que se consigue –gracias al entendimiento- es una mejor comprensión de ellas y una mas adecuada manera de encajar esas decepciones, y una mejor comprensión de la muerte nos lleva a verla como lo que es: un proceso natural y nunca finalista.
[13] En el capítulo II de esta misma obra, Denis concreta más lo que entiende por sustancia: “La energía parece ser la sustancia única universal. En el estado compacto, reviste las apariencias que llamamos materia sólida, líquida o gaseosa; bajo un modo más sutil, la energía constituye los fenómenos de luz, calor, electricidad, magnetismo, afinidad química.”
[14] “Yo y el Padre una cosa somos” (Juan, 10,30). “…para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre” (Juan, 10,38)
[15] “Respondióles Jesús ¿No está escrito en vuestra ley Yo dije Dioses sois?”(Juan, 10,34). “Yo dije: Vosotros sois dioses, e hijos todos vosotros del Altísimo” (Salmos, 82,6)
[16] Ver al respecto el capítulo XIX (“La Ley de los Destinos”) de la obra del mismo autor “El Problema del Ser y del Destino”
[17] Para completar esta excelente síntesis de Denis, puede consultarse en “El Problema del Ser y del Destino”, el capítulo XVIII (“Justicia y responsabilidad. El problema del mal”)
[18] Hay que considerar esta expresión como una forma poética de expresarse, ya que no hay almas elegidas ni, por consiguiente, almas proscritas y malditas.
[19] “El alma es un mundo, un mundo en el que se mezclan aún las sombras y los rayos de luz y cuyo estudio atento nos hace ir de sorpresa en sorpresa. En sus pliegues, todos los poderes están en germen.” (“Después de la Muerte”, Cap. XII, “El Objeto de la Vida”)